jueves, 21 de julio de 2016

De Velahiz. Un nuevo comienzo.



Esas necias chicas de… ¿dónde?; ah, sí, de “Dos Ríos”, repasó mentalmente Velahiz al tiempo que soltaba una aguda y placentera risita; “bien, las campesinas (concretamente Jerilin, Marisa y Larine), tendrán que aguardar pacientemente el momento en que Verin o Alanna Sedai decidan visitarlas y, una vez al tanto de la situación, intenten por fin desbloquear la puerta de la habitación desde fuera”.
De pronto reparó en que había hablado en voz alta, y una mujer delgada de altos pómulos y oscuros ojos rasgados la miró con curiosidad mientras ingresaba en la Ciudad Interior.
Engañando a una de las camareras, Velahiz se las había ingeniado para obtener la llave del cuarto y bloquear la puerta antes de que las chicas que descansaban dentro tuviesen tiempo de arruinar sus planes. Inmediatamente se había marchado con la excusa de llevar un recado por orden de las aes sedai, quienes últimamente estaban más pendientes del supuesto dragón renacido que de vigilar a las novicias.
En aquellos días, Velahiz se había ocupado de averiguar todo cuanto estaba a su alcance espiando tras las puertas, e investigando rumores en la sala común antes de decidir iniciar su partida, pues no deseaba dar un sólo paso en falso, pero aunque el viaje a Tar Valon se había retrasado más de la cuenta, la joven no estaba dispuesta a arriesgarlo todo dejando pasar más tiempo del estrictamente necesario.
Finalmente lo había conseguido, ya estaba fuera.
Tan sencillo como salir a dar un paseo, así había resultado la temida y esperada huída de la posada “El Sabueso de Culain”, aunque la chica estaba convencida de que aquello no era más que el principio; un principio, tomando en cuenta los esfuerzos que aún debería realizar para alcanzar sus objetivos.
El siguiente paso consistía en escapar de la ciudad sin despertar sospechas, algo que seguramente le acarrearía unos cuantos “dolores de cabeza”.
Inhalando profundamente por la nariz, la muchacha llenó sus pulmones del aire caliente que apenas percibía en una ligera brisa, y se detuvo junto a una fuente de aguas cristalinas para refrescarse. A continuación se distrajo durante unos largos instantes contemplando las maravillas de la gran ciudad:
Las elegantes torres y cúpulas blancas, doradas y purpúreas, aparecían recubiertas de azulejos que reflejaban la luz del sol en un sinfín de tonalidades, elevándose en abruptas pendientes que abarcaban la totalidad de su campo visual.
La joven pensó que este hermoso sitio no era más que un refugio pasajero para ella, pues muy pronto las aes sedai repararían en su ausencia y enviarían a alguien que la llevase de regreso a la posada si no se marchaba cuanto antes de aquel lugar.
Debía pensar con rapidez e idear un buen plan que la sacara del embrollo en el que se había metido por su propio pie, aunque de momento no se le ocurría ninguna idea que resultase lo bastante buena como para ejecutarla sin tomar demasiados riesgos.
Se sentía cansada y las piernas le temblaban bajo el ridículo vestido de lana gris que había encontrado entre las pertenencias de Marisa Ahan, la joven con la que solía compartir su cama por las noches. La camarera había elogiado su vestimenta unos minutos antes de partir, y Velahiz hizo el esfuerzo de sonreír mientras comentaba, con aire despreocupado, que la prenda era un bonito obsequio de Larine, quien no paraba de insistir en que probase la comodidad del resistente y buen tejido de Dos Ríos.
La joven volvió a sonreír imaginando la cara que habría puesto Samia al verla de esa guisa, por no mencionar la gruesa trenza que le sujetaba el cabello, pendiendo por su espalda hasta más abajo de la cintura.
Definitivamente y pese a las modificaciones que había intentado imprimirle a escondidas, el horrendo vestido no se parecía en nada a los que Velahiz acostumbraba a lucir (por lo general atractivas ropas de procedencia domaní), y sin duda en otras circunstancias no habría escogido aquel peinado. Sin embargo, el sacrificio de cambiar su atuendo se debía simplemente al hecho de que no deseaba llamar la atención entre los transeúntes, y probablemente nadie la recordaría si caminaba por la ciudad vistiendo como una inocente campesina.
“Sólo una necia pretendería huir de las aes sedai”, susurró mientras secaba el sudor de su frente con un pañuelo pequeño.
En fin, prefería ser una necia a una infeliz prisionera de la Torre Blanca, fregando suelos y ollas y con el trasero lleno de verdugones, tal era lo que le había explicado Alanna que sucedía con las jovencitas que osaban desobedecer las órdenes de una hermana.
La muchacha vagó durante largo rato inmersa en sus propias cavilaciones, hasta ingresar casi instintivamente en un establecimiento llamado “El Cisne de Plata”.
Se trataba de un sitio lujoso que superaba los tres pisos de altura, y en la sala común los clientes disfrutaban de toda clase de juegos y divertimentos.
Sobre un bonito escenario, un cantante entonaba distintas melodías, y en un acogedor rincón un bardo contaba historias a los más pequeños. El hombre le recordaba a su tío, aquel juglar que tantas cosas le había enseñado cuando era niña, y que si bien no tenía con ella un vínculo de sangre, ocupaba un lugar primordial entre los escasos recuerdos felices que la joven aún se resistía a borrar de su memoria.
Como si fuese capaz de leer sus pensamientos, el bardo le sonrió al tiempo que hacía ondear la capa repleta de coloridos parches frente a sus ojos.
Velahiz intentó relajarse. Colocó una silla junto a la chimenea apagada y se dejó caer sobre ella, permitiéndose tomar una jarra de hidromiel que la joven camarera le tendía en una bandeja.
Siguiendo un repentino impulso, la muchacha le pidió al juglar que recitara “La Gran Cacería del Cuerno”, y al cabo de unos cuantos minutos se encontró conversando animadamente con él, al tiempo que le enseñaba los complicados malabares que recordaba haber aprendido en su infancia. Su infancia…, unos tiempos que a pesar de su corta edad, le parecían hoy tan ajenos y distantes…
Finalmente, entre copas y sonrisas, Velahiz consiguió olvidar su afán por desaparecer de la ciudad y sus problemas con las aes sedai, y únicamente prestó atención a los sabios consejos que el hombre le brindaba en actitud afectuosa, aunque insistiendo fervientemente en perfeccionar el accidentado truco de la chica con aquellas bolas de colores.


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