jueves, 21 de julio de 2016

De Khaledrath. Historia I




La sed lo torturaba. Lo torturaba más aún que el hambre que le roía el 
estómago como una rata colérica, más aún de la pesada viga de roble que le inmovilizaba el pecho, más aún que el montón de

cascotes 
en cuyas entrañas reposaban sus piernas, dolorosamente torcidas.
Sentía la garganta como el cuero agrietado de una silla de montar tras 
un día de cabalgata bajo el sol estival.
Gracias a la Luz, la viga que lo atrapaba se apoyaba sobre otros 
restos, pues, de lo contrario, yacería aplastado en medio de las ruinas quemadas de lo que había sido su hogar durante los últimos

siete años. 
Estaría yerto, rígido frío como una piedra más. Sería un cadáver, como 
los que lo rodeaban. Como el resto de su familia, como su padre, madre 
y hermano.
No los veía, pero sabía que estaban allí. Tal vez fuera mejor así, tal 
vez él también hubiera debido de morir,, pues la vida tal como la había conocido había sido bruscamente destruida.
Cerró los ojos  e intentó de nuevo librarse de las ligaduras que le 
sujetaban las manos, pero no tuvo éxito. Al fin y al cabo, su padre 
estaba muy acostumbrado a trabar las patas de los caballos de la granja y donde hacía un nudo nadie era capaz de deshacerlo.
Pensó en renunciar a todo esfuerzo y en dejarse morir, no debía de 
faltar mucho ya.
Lágrimas perezosas se escurrieron por debajo de los párpados y trazaron claros senderos sobre el polvo y el hollín que le cubrían

las mejillas.
El viento murmuraba en las hojas de los árboles que rodeaban la casa 
destruida y siseaba entre las ruinas.
Aquello le recordó su infancia, hacía tiempo que no le venía a la 
mente.
Recordó el viento meciendo los árboles de las avenidas de Caemlyn.
Recordaba una gran ciudad dorada, enorme a sus ojos como solo podría 
serlo para un niño de tres años.
Las bulliciosas calles, avenidas y plazas repletas de gente, los 
buhoneros, los gritos de los vendedores ambulantes, el traqueteo de los carros.
Recordó los días en que paseaba con su madre y su hermano y ella le 
contaba historias antiguas sobre la nobleza y bravura de las reinas de 
Andor y de la legendaria valentía y disciplina de los ejércitos 
andoreños.
Recordaba haber llegado hasta la puerta oriental y haber mirado a los 
altos guardias rubios con el león de Andor en la sobreveste que 
vigilaban la entrada a la ciudad.
Recordó su gallardía, su noble apostura y recordó como siempre le 
hacían pensar en que nadie podría traspasar aquellas puertas mientras 
aquellos hombres las defendieran.
Recordó haberse sentido orgulloso de que su padre fuera uno de ellos. Y  no uno cualquiera, el jefe, el comandante, el general...

o lo que 
fuera.
Años más tarde, cuando tuvo algo más de entendimiento, supo que su 
padre era un oficial de rango más bajo que alto, uno entre muchos y ni 
con mucho el más importante.
Había sido feliz en Caemlyn, pese a no tener muchos recuerdos. Sobre 
todo recordaba haber vivido en una casa grande, con dos criados y un 
patio interior con una fuente. Recordaba el patio, la fuente y las 
naranjas. Su madre se las pelaba y se las partía en gajos, dulces y 
sabrosos, frescos como el murmullo de la fuente.
¿cuándo habían empezado a torcerse las cosas?
Ahora sabía que todo había empezado cuando Ragarith enfermó.
Al principio, su hermano mayor solo sufría leves jaquecas, vómitos, 
dolores de estómago y sobre todo y por encima de todo, pesadillas 
estremecedoras que lo hacían despertarse gritando y bañado en sudor. Las pesadillas no lo dejaban dormir, e iban a peor.
También empezaron a suceder cosas malas aunque para un niño de tres 
años la conexión estaba más allá de su corto alcance.
Las cosas se rompían cuando Ragadith estaba cerca, especialmente 
cuando se acababa de despertar de una pesadilla particularmente 
aterradora.
En un par de ocasiones la ventana del cuarto que ambos niños compartían estalló como si alguien hubiera lanzado una piedra desde

la calle, pero nunca se encontró la piedra.
Una mañana, el baúl en que guardaban sus ropas apareció con las 
bisagras y los cerrojos metálicos soldados, como si siempre hubieran 
formado una sola pieza.
Una noche en que su madre entró a la carrera, atraída por los gritos de ragarith, lo encontró en pie sobre la cama, con los ojos 
desmesuradamente abiertos y aullando a algo invisible que lo dejase en 
paz, que no se lo llevaría.
Su madre lo tocó, trató de agarrarlo para abrazarlo, pero el niño se 
sobresaltó como si lo hubiera picado una avispa, y su madre se vió 
catapultada hacia atrás, estampándose contra la pared.
Lo peor había sido la noche en que Khaledrath se despertó y vio a su 
hermano sentado en la cama, sudoroso, pálido y tembloroso. Tenía los 
ojos cerrados y se mecía atrás y adelante y, de pronto, el cofre de 
madera que había junto a la pared ardió. No fue algo paulatino, como 
cuando se enciende una hoguera. En un instante el cofre de madera 
estaba intacto, y al segundo siguiente unas llamas feroces lo envolvían y lo devoraban con ferocidad.
Desde entonces los hermanos durmieron en habitaciones separadas y todo 
mueble u objeto combustible fue cuidadosamente retirado de la 
habitación de Ragarith.
Fueron tiempos breves, pero malos. El miedo imbuía la casa y a sus 
padres como una mortaja y los paseos por Caemlyn casa eran cada vez 
menos frecuentes.
Todo terminó de forma abrupta una noche.
Su padre había entrado en casa como un vendaval dando órdenes con una 
voz que Khaledrath nunca había oído. Sonaba distinto, ajeno. Ordenaba 
con tono de jefe, de mandar sobre guardias altos que guardan puertas de 
ciudades y que parecen invencibles.
Ragadith y Khaledrath fueron despertados, levantados y vestidos a toda 
prisa.
Solo cogieron un puñado de ropa que metieron en un atillo 
apresuradamente. Su padre rebuscó en el arcón grande, sobre el que 
solía colgar la espada y bajó las escaleras cargando un talego de cuero 
que parecía pesado. La espada iba colgada del cinturón, algo inaudito. 
Iba cubierto por una capa oscura, pero bajo ella vestía el peto de la 
guardia e iba equipado con brazales, yelmo y grebas.
Ver a su padre dispuesto para la batalla fue lo que más lo alarmó, pero 
el miedo era tal que no se atrevió a llorar.
Salieron de Caemlyn en plena oscuridad por la puerta del oeste. No fue 
fácil.
Al principio, su padre intercambió unas cuantas palabras con los dos 
soldados de guardia e incluso hubo risas por ambas partes. Luego el 
tono se fue tornando cada vez más brusco y cortante. Los guardias 
abrieron una de las hojas  pero preguntaron algo que su padre no supo o 
no quiso responder.
El intercambio verbal fue subiendo de tono y finalmente su padre agachó 
la cabeza y pareció ceder. Los guardias se volvieron y comenzaron a 
cerrar la puerta pero entonces sucedió algo horrible, algo inaudito, 
algo que un niño de tres años no podía concebir ni comprender.
Su padre se acercó de prisa a los guardias vueltos de espaldas. Una 
hoja cruel relució a la débil luz de las antorchas y se oyeron sendos 
gorgoteos.
Nadie dijo nada, pero Khaledrath pudo ver el charco de sangre creciendo 
que se extendía alrededor de ambos cuerpos mientras él y su familia se 
escurrían entre las dos hojas apenas abiertas y huían, noche adentro, 
como los criminales en los que se habían convertido.
Aquello no estaba bien. Un jefe de guardias altos e invencibles, no 
podía matar a los guardias altos e invencibles a los que comandaba.
Sin que nadie lo viera, Khaledrath lloró y el viento nocturno lamió sus 
lágrimas con fría suavidad mientras las luces de su hogar quedaban 
atrás.
Fue un viaje duro del que no le habían quedado recuerdos salvo frío, 
mucho frío, cansancio y hambre, y el rostro pálido de su madre 
mirándolo desde arriba, el pelo rubio ahora deslucido, enmarañado y 
sucio, y su padre, cada día más macilento y pálido. Se despertase a la 
hora que se despertase, su padre estaba siempre despierto, sentado 
junto a la hoguera, con la espada sobre las rodillas y los ojos 
clavados en la oscuridad circundante.
Su hermano deliró un par de veces, pero pareció mejorar con el viaje.
Y así era como habían llegado a lo que siempre consideró su hogar.
Su padre había utilizado parte del contenido del pesado talego para 
comprar una pequeña granja a un día de Maradon. El talego había dejado 
de pesar tanto, pero la granja estaba rodeada de una hilera de nogales 
y cerezos y su padre había agrandado el establo con sus propias manos.
Había comprado algunos caballos y con esto el talego prácticamente 
había quedado vacío.
La espada y la armadura habían quedado olvidadas. La espada sobre la 
chimenea y la armadura encerrada en las profundidades de un arcón.
Su padre ya no era el arrogante soldado de la reina de Andor que había 
sido. Las manos se le habían encallecido aún más por el duro trabajo del 
campo, y tanto él como su madre estaban curtidos y castigados por el 
sol, pero la vida había sido buena.
Ragadith había mejorado y las pesadillas se hicieron cada vez más 
intermitentes hasta casi desaparecer. Hasta casi desaparecer, pero aún 
pervivían.
Y las cosas extrañas seguían sucediendo y su hermano había crecido cada 
día más silencioso y extraño. A veces se quedaba con la mirada perdida, 
observando cosas que solo él podía ver y otras podía predecir ciertas 
cosas. No cosas importantes quizás, cuando iba a llover, cuando iban a 
tener la visita de un buhonero o de algún vecino cercano, pero esas 
cosas ocurrían y con el tiempo Khaledrath supo que solo hubo una vez en 
que Ragadith no supo predecir la llegada de forasteros y nunca tuvo la 
oportunidad de volver a hacerlo.
Todo parecía tranquilo. Era un día luminoso de otoño y el sol alejaba 
los fríos del norte. El invierno aún parecía lejano.
Su padre acababa de llegar de la venta de caballos otoñal y los 
beneficios habían sido buenos. Khaledrath lo vio llegar desde el pajar, 
donde se encontraba amontonando el heno de la última cosecha. vio como 
su padre llegaba a caballo y entraba en la casa, dejando el caballo 
atado a una estaca y sabedor de que su hijo Ragadith lo llevaría a la 
cuadra.
Ragadith apareció cinco minutos después, arreando a las ovejas y 
metiéndolas en el redil. Luego, con total tranquilidad guardó el  
caballo y entró a su vez.
Khaledrath siguió su tarea y fue entonces cuando, por uno de los 
ventanucos del lado opuesto al frontal de la casa, vio llegar a unos 
jinetes a campo través.
Eran cinco. Tres mujeres y dos hombres. Los hombres iban armados, con 
capas muy distintivas  y espadas de diferentes tipos.
Las mujeres tenían algo extraño que hizo que Khaledrath se alarmara.
Bajó corriendo del pajar e irrumpió   en tromba en casa. Sus padres 
palidecieron cuando les describió al grupo que se aproximaba y Ragadith 
quedó inmóvil, espantado, sacudido por temblores.
--No hay escapatoria -le dijo su padre a su madre-. No huiré más.
Tanto Khaledrath como Ragadith habían sido entrenados por su padre en 
el uso de la espada pero éste no quiso ni oír hablar de que lo 
apoyaran.
Recordaba que su padre había mirado por la ventana y había visto a los 
cinco desconocidos que se acercaban a pie a la casa, inexorables. 
Observó con temor creciente a una de las mujeres, que vestía un chal 
rojo.

Khaledrath había entrado en su cuarto y estaba ciñéndose la espada al 
cinto cuando un golpe tremendo lo hizo caer.
Lo siguiente que recordaba fue despertar bajo aquella viga, bajo los 
restos destruidos de su hogar.
Lloró, gritó, se desgañitó y se despellejó las manos intentando 
levantar la viga que lo aprisionaba y luego cayó en un estado apático 
en el que permaneció durante horas.

La graba crujió bajo unos pasos firmes y unas voces se llamaron entre 
sí.
--Parece que han muerto todos -dijo una voz de tono acerado y claro-.
--No todos -replicó otra voz más áspera y cortante- Hay un chico bajo 
aquella viga, le he estado observando antes de traeros y está vivo. Los 
otros de ahí deben de ser sus padres.
--Que Galdrak  te ayude a sacarlo. Puede que sepa algo sobre lo que ha 
pasado aquí.
--¿Lo que ha pasado aquí? -se mofó la primera voz- Está muy claro, 
Theomund. Las brujas han estado aquí y han hecho de las suyas. Esta 
casa era sólida antes de derrumbarse y esas marcas... de ahí y... de 
ahí.... eso solo lo puede haber hecho alguno de sus maleficios.
Khaledrath notó como la viga se movía y el dolor le recorrió el torso 
cuando el asfixiante peso disminuyo. Tosió roncamente mientras el polvo 
formaba una nube que le impedía ver.
Unas manos fuertes y poco gentiles lo agarraron de los sobacos y lo 
sacaron a tirones de debajo de los escombros.
Tosió y se limpió los ojos y se encontró mirando la cara severa de 
corta barba negra de un hombre bajo, fornido y curtido, vestido con una 
armadura de cuero y armado con una espada ancha al cinto y un arco a la 
espalda.
Junto a él, un hombre alto y nervudo vestido con una cota de malla gris 
y una capa blanca algo deslucida dejó caer la viga que aprisionaba a 
Khaledrath y lo miró como si todo aquello fuera culpa suya.
--¿Eran tus padres, chico? -le preguntó señalando detrás de sí-.
--Sí -susurró conmocionado-.
Su padre yacía con la espada rota en la mano y con el peto abollado y 
mellado aún puesto. Parte del metal parecía haberse derretido y la 
sangre coagulada colmaba los orificios perfectamente redondos que lo 
atravesaban. La muerte de su madre le pareció clara, o quizás algún 
recuerdo volviera a su memoria de forma paulatina. Abrazaba el cadáver 
de Ragadith y una flecha de plumas verdes los unía en el  postrer 
abrazo.
De su hermana no había rastro alguno.

--Sí, chico. Tu madre intentó salvar a tu hermano con su último 
aliento. - el individuo vestido de cuero se volvió a un hombre alto y 
de aspecto severo-. ¿Nos lo llevamos, théomund?
Théomund vestía una bruñida cota de malla larga, brazales de acero 
esmaltado y un peto de acero espejado sobre la cota en cuyas hombreras 
resplandecían rayos plateados cincelados sobre el metal. Una capa de 
deslumbrante lana blanca como la nieve le ondeaba en pliegues sobre la 
armadura, sujeta por un broche en forma de sol dorado sobre el hombro 
izquierdo.
--Enséñanos las manos, muchacho -dijo el tal Théomnund-.
Khaledrath extendió los brazos y abrió las manos. Los cayos que la 
empuñadura de la espada le habían dejado a fuerza de empuñarla durante 
sus largos entrenamientos eran perfectamente visibles.
--Solo una espada deja esos cayos. Mira a ver que puede hacer, 
Galdrak.-dijo théomund al hombre vestido de malla gris-.
Éste asintió y sonrió complacido.
Acto seguido le asestó a Khaledrath un revés con una mano enfundada en 
malla que lo hizo caer sentado al suelo.
--Levántate y mátame si aún te quedan redaños, mocoso -le espetó-.
Khaledrath se enfureció apenas, la pena lo ahogaba demasiado como para 
sentir ira.
--Trae eso, Ramsein. Debe de ser suyo.
El hombre embutido en cuero había sacado de entre los escombros una 
espada larga en una vaina negra con el cinto de cuero enrollado 
alrededor.
Khaledrath la reconoció, era su espada.
Ramsein se la arrojó sin decir palabra a Galdrak, quien la atrapó con 
la mano izquierda por la parte media de la vaina y la desenvainó con 
soltura con la mano derecha, acercándose la hoja a los ojos.
--Já, no es mala para pertenecer a un mocoso lloriqueante. Buen acero 
de las forjas de Caemlyn, apostaría yo. Tómala, mocoso, y muéstranos si 
eres digno de recibir un plato de comida diario.
Diciendo esto se la arrojó a khaledrath con la empuñadura por delante. 
Éste no se inmutó y la empuñadura le golpeó la frente dolorosamente. 
Miró el cuerpo de sus padres mientras sentía como la sangre se le 
acumulaba en un enorme chichón.
--Lo que digo, un simple mocoso sin agallas. Supongo que tu miserable y 
cobarde padre era igual, por eso lo mataron como se mata a un cerdo en 
otoño. Cualquier idiota podría haberse encargado de un par de brujas y 
sus mascotas, pero al parecer tu padre excedía a cualquiera en idiotez, 
torpeza y sobre todo, cobardía.
La cara de su madre tenía la palidez que solo la muerte proporciona, y 
un grueso hilo de sangre seca colgaba de sus labios.
--Tu madre debía de ser una ramera de muy baja estofa para aparearse 
con alguien así, ¿no es cierto?
Su mano saltó y abrazó la empuñadura del arma en un gesto metódico, 
entrenado miles de veces. Se incorporó de un salto y abatió el arma de 
punta, directamente hacia el abdomen de aquel desconocido cuyas 
palabras le taladraban la mente dolorida.
Galdrak casi fue sorprendido por lo súbito del ataque. El casi 
consistió en propinarle un soberbio puntapié en la cadera que mandó a 
Khaledrath al suelo. Rápido y ágil, debido a la práctica, se levantó y 
se puso en guardia de nuevo, pero Galdrak ya tenía la espada en la mano 
y su sonrisa burlona se había ensanchado aún más.
--¿qué es esto? El hijo de un cobarde y una ramera sujetando una 
espada. Cuida de no cortarte, mocoso.
Khaledrath atacó esta vez con mesura y cuidado, tal cual le había 
enseñado su padre. Procuró aislarse de sus emociones y se dejó llevar 
por la técnica.
Amagó al vientre de nuevo pero en pleno movimiento apuntó su hoja hacia 
el muslo de Galdrak, donde la arteria recorría la pierna. La abertura 
que la cota de mallas tenía para facilitar los movimientos del hombre 
cuando montaba a caballo le daba la posibilidad de acertar en su 
objetivo.
La guarda de su contrincante, no obstante, se desplazó hacia abajo a la 
par que su hoja y su arma fue desviada aún más hacia abajo, lo que casi 
le obligó a soltarla.
Retrocedió de un salto y volvió a atacar, esta vez dirigiendo un golpe 
alto, hacia la cabeza. La espada de Galdrak volvía a estar allí y su 
sonrisa amenazaba con dividirle el rostro.
Retirando la espada giró, y saltó de costado intentando 
desequilibrarlo, y asestó a la par una estocada paralela al movimiento 
de su cuerpo, pero su oponente simplemente se echó atrás dejando la 
pierna derecha estirada y Khaledrath  tropezó con la improvisada 
zancadilla y rodó por el suelo, aunque consiguió no soltar la espada.
Recibió un duro puntapié en una pierna y se levantó como pudo justo a 
tiempo para detener con su arma el golpe brutal de Galdrak.
No volvió a atacar más. La lluvia de golpes, estocadas, puntapiés y 
mandobles que le llovió fue tal que no pudo hacer otra cosa que 
esquivar, parar y fintar como mejor pudo. Comenzó a sudar mientras que 
su oponente parecía seguir igual de fresco y recio. Varias veces no 
pudo detener los golpes y la espada se detuvo a pocos centímetros de su 
cuerpo en lo que pudo ser un golpe mortal.
Un insólito e inadvertido arpegio musical vino a acompañar el combate, 
y a continuación algo golpeó a Galdrak en la cara. Este blasfemó, 
desarmó de un revés a Khaledrath, cuya espada rebotó estrepitosamente 
varios metros más allá, retrocedió unos pasos y se frotó el pómulo 
derecho con vigor.
--Deja ya al pobre muchacho, mi risueño y jocoso Hijo Galdrak, ya has 
demostrado sobradamente que eres más hábil combatiendo que un mozalbete 
de diez años. La Luz guarde e incremente tu consumada habilidad de 
espadachín durante luengas eras.
Ambos combatientes se volvieron hacia la templada voz que hablaba con 
un tono tan desenfadado.
Un hombre bajo y delgado como un junco, de pelo dorado, ojos azules y 
rostro agraciado y risueño se erguía al borde de las ruinas.
Iba vestido con ropas elegantes aunque funcionales y una ampulosa capa 
de vivos colores le caía garbosamente a la espalda.
Sostenía una pequeña arpa dorada sobre la cadera izquierda y en la mano 
derecha hacía rebotar una daga como la que yacía a los pies de Galdrak.
--Bardo insolente.... -escupió Galdrak- Algún día te borraré esa 
sonrisilla de un bofetón que haga rodar todos esos preciosos dientes 
por las Tierras del Oeste de una punta a otra.
--Sí, sí, mi querido Galdrak. Pero hoy no. Ahora, sé gallardo y deja al 
muchacho en paz.
--Nos lo llevamos-Convino -Théomund- que había permanecido impertérrito 
y atento observando a los contendientes y al que no parecían hacer 
mella la discusión de dos de sus hombres.. Queda bajo vuestro cuidado. 
Os doy tres minutos para que intercambiéis maldiciones, chanzas y 
agudezas. Quiero partir hacia el sur lo antes posible.-y esto diciendo 
giró sobre sus talones y se alejó a paso firme-.

--Cómo te llamas, muchacho? -preguntó Ramsein con un tono rudo pero 
bajo el que se percibía cierta dosis de amabilidad y respeto-.
--Khaledrath.
-Bien, Khaledrath. Seré conciso. Tus padres han muerto, tu hermano ha 
muerto y tú no tienes casa, ni hogar ni posesiones ni familiares. Las 
brujas de Tar Valon te lo han quitado todo. ¿te gustaría vengarte?
--Sí -susurró el aludido con fervor-.
--Entonces vendrás con nosotros. Yo soy Ramsein, explorador y miembro 
de pleno derecho de los hijos de la Luz. El que se va por allá es 
Théomund Sargento de la orden de los Hijos de la Luz.
--Y contra lo que cabría esperar -añadió el hombre del arpa- no se ha 
tragado una espada ni nada parecido.
--Te ofrecemos una vida dura -continuó Ramsein-. no te faltará nunca 
comida, refugio ni sustento pero habrás de entrenarte muy duro a 
cambio. No regalamos limosnas. Y tu mayor recompensa será contar con 
miles de hermanos que darían la vida por ti, aunque tú también estarás 
dispuesto a entregar tu vida por ellos si fuese necesario. La Luz está 
de nuestra parte y los Amigos Siniestros que sirven a la Sombra son 
nuestros únicos enemigos. Las brujas de Tar Valon son una banda de 
Amigos Siniestros de la peor calaña que uno pueda encontrarse. Si 
aceptas vestir la capa blanca, podrás hacerles pagar muy caro sus 
maldades. ¿aceptas?


Tres horas más tarde, Khaledrath montaba uno de los caballos 
recuperados de las tierras de su padre. Los otros se habían unido al 
rebaño que el contingente de una treintena  de Hijos de la Luz conducía 
con gran trabajo hacia el sur, hacia las tierras de Amadicia para 
incorporarlos a su caballería de élite. A su alrededor, marchaban 
jinetes armados y vestidos con cotas de malla. Las capas blancas 
ondeaban a su espalda y por delante aguardaba un largo viaje hacia la 
venganza.

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